sábado, 24 de marzo de 2018

RELATO: LOBOS







Siendo una niña, me dijeron que las telas de colores no estaban hechas para mí.

Cuando tenía seis años y a raíz de la muerte de mi padre, a alguien se le ocurrió teñir de negro unas sabanas viejas y roídas. Paca, la costurera del pueblo, me hizo un vestido rígido y sin formas hasta el tobillo con ellas. Era curioso, porque cada vez que lo lavaba, el tinte se iba yendo y con el tiempo acabó siendo una cosa color mierda grisácea que me hacía parecer más una pordiosera que una niña de luto perpetuo. Mi padre se había muerto cayéndose borracho de un manzano, y ante muerte tan estúpida, en mi familia se decidió tácitamente que había que llevar esa vergüenza con la más absurda y estricta de las penitencias. A mi hermana, que era bastante más fea que yo y no la auguraban un buen matrimonio, la metieron monja en un convento. Mas adelante, mi madre, con sus dos padres viejitos y ocupada todo el tiempo en cuidarles, me mandó interna a una casa a ayudar a la señora. Tenía trece años y ya había heredado todo el ropaje oscuro y tenebroso de mi pobre hermana. Al menos, era comprado y tenía algo más de calidad que mis andrajos mal cosidos a mano.

Llegué a aquella casa con el hatillo al hombro que mi madre me había encasquetado con los escasos enseres que poseía: muda de repuesto, otro vestido igual al que llevaba puesto y un peine (“por si no te dejan usar el de la casa” ). La señora con su semblante de máscara mortuoria, se formó una imagen en la cabeza de lo que yo era o podría llegar a ser, y me hizo la cruz. Su primer castigo ante futuribles, fue hacerme dormir en la bodega, acompañada por botellas de vino reserva y unas simpáticas mascotas de rabo largo y mirada inquisitiva que hubieran hecho las delicias de cualquier niña poco acostumbrada a la oscuridad.

Por arte de birlibirloque sus fantasías funestas se hicieron realidad y en cuanto fui radiografiada por su marido, un engendro de metro y medio con semblante resabiado y dientes de conejo, tuve la ingrata sensación de que mi estancia allí iba a ser más dura de lo que mi ingenua imaginación había previsto.

El destino parecía querer jugar un morboso juego conmigo, pero no estaba dispuesta a perder la partida. El señor picoteaba por la cocina haciéndose el distraído o con la excusa de aleccionarme en la ardua tarea de ser una chica decente: “No te fíes del mozo de la cuadra que tanto te mira ni en los chicos de tu edad, todos buscan lo mismo”. Pobre chico deslomado…, bastante tenía con realizar sus quehaceres y poder llevarse algo a la boca a lo largo del día. Ni siquiera llegué a entablar conversación con él.

La vida cotidiana de estos dos señores de la casa eran un misterio para mí; ella siempre estaba sentada bordando algo y mirando por la ventana, y él tenía un despacho donde gestionaba asuntos supuestamente trascendentales del que salía cada cinco minutos para posarse en cualquier esquina de la casa y fisgonear sin ser percibido. A pesar de ser los amos de la casa, el cotilleo no estaba bien visto en nadie.

Un día estaba en la cocina haciendo un pastel de manzana. Aunque mis labores supuestamente se limitaban a la limpieza de la casa, también me encasquetaron el puesto de auxiliar de cocina y repostera, ya que trabajar la masa no le gustaba a nadie.

Las rodajas de manzana me estaban saliendo demasiado gordas; siempre me decían “más finas, muchacha, más finas”, así que llevaba vendajes en casi todos los dedos por intentar adelgazar los trozos casa vez más con cuchillos mal afilados. Estaba harta, se comerían el postre medio crudo y lleno de grumos. Esa vena de orgullo que me salía de vez en cuando me había traído más de un disgusto en forma de toñejas varias, pero a veces compensaba. 

Una mano surcada por venas abultadas y violáceas se posó en mi hombro y comencé a escuchar un respirar ronco y entrecortado cada vez más cerca de mi oreja. El hedor a sudor rancio mezclado con tabaco de mascar era nauseabundo. El desayuno se me subió hasta la glotis. Poco después sentí unos dedos temblorosos subir desde la rodilla hasta el muslo derecho. Me quedé quieta mirando el tarro de azúcar. Escuchaba las exhalaciones de aire cada vez más cerca y eran cada vez más ruidosas. Fue entonces cuando reaccioné. Volví a coger el cuchillo con el que había estado cortando las manzanas y con un golpe seco se lo clavé justo en el centro a la mano que tenía en el hombro izquierdo. Un aullido me perforó el tímpano y el viejo comenzó a arrebujarse en el suelo por el dolor. Todo sucedió muy rápido: pasos cortos y acelerados por toda la casa, varios gritos femeninos y “¡Rápido, llama al médico!...

Me quité el delantal (no sé por qué, era un gesto mecánico supongo) y salí al jardín. Allí todo estaba un poco más sereno, el aire estaba limpio y hasta el perro me miraba con dulzura. Otra vez me había quedado en un estado de ensimismamiento. Tuve que escuchar un “esa zorra” a lo lejos para percatarme de nuevo de la situación. Comencé a correr hacia el bosque.

Corría rápido pero de forma mecánica, como por inercia. A mi espalda me llegaban ruidos y algarabías que se fueron alejando primero y acercando después. Me dirigí hacia el bosque sin pensarlo muy bien. Cuando me daban alguna hora libre muy de vez en cuando, siempre acudía allí a tumbarme sobre la hierba a dormir un poco. Justo cuando iba a entrar en la espesura que formaban los árboles escuché un disparo, noté el impacto en la espalda y caí de morros al suelo.



Me levanto con una ligereza inaudita y dejo mi cuerpo allí tirado. Mi intención de ir hacia el bosque sigue intacta. Un lobo me recibe a la entrada y me hace un movimiento de cabeza para que le siga. El silencio se rompe por el zumbido del aire al chocar contra las ramas. Llego a una especie de asamblea. Unos animales adultos están discutiendo sobre cosas importantes, intuyo por el semblante de sus caras. Una lechuza me mira (¿no debería estar durmiendo por el día?) y me señala con el pico a un grupo de cachorros, gazapos, lobeznos y demás pequeños que están jugando a morderse las orejas. Cuando sean mayores estos juegos serán más serios, supongo. No sé si me van a acoger de buen agrado así de entrada y prefiero ir a jugar sola. Empiezo a trepar por un roble que debe ser centenario por el grosor de su tronco. Llego a las ramas más altas y allí me acomodo, puedo observar todo lo que me rodea con tranquilidad. Es curioso, ya no hay casas ni restos de civilización, solo un tapiz verde salpicado por árboles y matojos.

Miro a la loba que me ha traído hasta aquí (ahora sé que es hembra) y me hace un gesto de reprobación, pero yo sonrío como nunca lo había hecho. Hace tiempo que quería subirme a un árbol sin miedo, sintiéndome inmortal. Al fin y al cabo ese tipo de cosas son las que hacen los niños, ¿no?


domingo, 18 de marzo de 2018

LIBRO: LA PLAYA DE LOS AHOGADOS.




LA PLAYA DE LOS AHOGADOS (2009)

Domingo Villar (Vigo, 1971)



Domingo Villar es un periodista y escritor gallego de novela negra que en 2006 presentó al inspector Leo Caldas en la novela Ojos de agua. Este libro consiguió varios premios pero yo, con mi despiste habitual, comencé a leer la serie con la novela que le sigue a esta: La playa de los ahogados. Aunque es cierto que no hace falta leer la primera para seguir sin problemas la lectura de la segunda, hay datos que indican una antecesora (yo, insulsa de mí, percibí las situaciones como un sugerir, un querer decir pero no).



Y dicho esto que poco aporta realmente, pasemos a hablar de La playa de los ahogados que es un libro atrayente en varios aspectos: tenemos un muerto y una investigación en marcha, relaciones entre personajes muy interesantes y sobre todo una ambientación detallada y preciosa en un pueblo gallego llamado Panxón.

Una mañana el cadáver de un marinero llamado Justo Castelo aparece ahogado en la playa. Lo que en principio parece un suicidio, poco a poco se va convirtiendo en asesinato ante las pruebas forenses y las circunstancias del caso. Entretanto y relacionado con este hecho, sale a relucir una historia acerca de un misterioso naufragio ocurrido unos años atrás en el que murió el capitán del barco Xurelo.

El tranquilo y solitario Leo Caldas se hará cargo de la investigación junto a su compañero, el impulsivo e impaciente aragonés Rafael Estévez.

Es una delicia la forma de narrar que tiene Villar y su manera de describir la manera de ser y de vivir de un pueblo costero gallego. Su temperamento y personalidad, su gastronomía, el paisaje, aspectos puntuales en la forma de ser de los personajes como la  superstición…, son tratados de una manera rigurosa pero también con cierta ternura diría yo: “el” repetir las preguntas constantemente sin obtener respuestas, hablar sin decir apenas nada, ese humor seco y certero. En casi todo el libro, que está repleto de diálogos, se puede apreciar una ironía o un humor muy fino pero de agradecer. Es un libro de misterio e investigación policial para leer con sosiego, deleitándose con las conversaciones. Una de las cosas que más me ha gustado es la naturalidad de las relaciones entre los personajes; son individuos con mochila pero no se percibe desesperación o situaciones al borde del precipicio. Las personas se mueven en un vaivén pausado, con giros que no te dejan k.o. y una tierna relación entre un padre y un hijo en la que no hay reproches, desaires (al menos buscados) y sí mucho amor y respeto. “El libro de los idiotas” que tiene el padre de Leo Caldas ha sido todo un descubrimiento para mí, igual escribo uno parecido (quien haya leído o lea la novela sabrá a qué me refiero).

Gerardo Herrero es un director de cine al que parecen gustarle bastante las adaptaciones de libros como Malena es un nombre de tango de Almudena Grandes o Territorio comanche de Arturo Pérez-Reverte. (Esta última quizás sea para mí una de sus mejores películas, pero la vi hace tiempo, tendría que revisarla. ¿No os pasa que películas que os entusiasmaron hace tiempo pierden mucho con una segunda visión en la actualidad? Lo contrario rara veces sucede).


En este caso, aunque para mí gusto el libro supera con creces a la película, creo que la esencia de lo que se quiere contar está muy bien narrado en el film, que se hace agradable de ver y se sigue con interés. Carmelo Gómez (Leo Caldas) y Antonio Garrido (Estévez) saben perfilar bastante bien sus personajes y darles credibilidad. Y algunos secundarios están de lujo. Algo que me sucedió con la película es que la serenidad del paisaje y las gentes hace que el misterio se vuelva quizás demasiado complejo y forzado; con el libro no pasa porque el autor tiene páginas y páginas para explicarlo. Esto último suele ser, creo, uno de los principales problemas de las adaptaciones: poco tiempo para mucho meollo; intentar casar las cosas con parches rápidos le resta credibilidad a la historia.


Otro de los inconvenientes de este film es que se estrenó poco después de que lo hiciera La isla mínima, y nada que se estrenara en la época resistía comparación con este peliculón. (Bueno sí, quizás la serie americana True Detective: primera temporada, pero aquí hablamos ya de lo sublime, de lo insuperable).



Trailer de la película


viernes, 9 de marzo de 2018

RELATO: "BELLAS" ARTES.






Pero, acérquense, acérquense sin miedo…

El señor descansa en la cama fría de hospital. Pero no está en un hospital. Tiene la cara roja, acalorada, y eso que el ambiente no sobrepasa los veintidós grados expresamente establecidos como máximo para una mejor conservación de las obras. Las sábanas son de un blanco nuclear, se las cambian todos los días por la noche, cuando todo está en calma. Por las mañanas le asean, le perfuman y le peinan. Ya solo le quedan cuatro pelos, pero le hacen una exquisita raya al lado. Le han comentado que a poder ser, se mantenga boca arriba con las manos (entrelazadas o no) sobre el regazo. Tiene prohibido hacer movimientos bruscos o aspavientos.

Por favor, hagamos un círculo alrededor…

Al principio le daban un poco de color en el rostro, pero aquello no tenía sentido o no era el sentido qué buscaban. Así que dejaron de hacerlo, e incluso alguien sugirió que le podían marcar un poco más las ojeras. Pero se desestimó. Buscaban naturalidad, esa naturalidad que solo puede ofrecer la evolución sin retoques de la vida. Este hombre, que ahora cuenta con ochenta y cinco años y observa el revuelo que se produce a su alrededor, recuerda su juventud anodina y casi le provoca una carcajada. Pero se reprime, no vaya a ser que le caiga una reprimenda.

Bien, vamos a pasar a la explicación, un poco de silencio…

El hombre intenta no prestar atención a lo que ocurre a continuación. Se sabe de memoria la perorata. Mira al techo y se percata de que está desconchado, ¡qué ironía! Bueno, quizás no; tal vez esté hecho ad hoc. Los espectadores han hecho ya un semicírculo alrededor de él y le contemplan escrupulosamente con sus gafas académicas, unas barbas muy acordes con el momento y sus trajes estilo casual. Unos portes muy estudiados. Bohemio chic se dice así mismo el anciano. Algunos incluso tienen unas lustrosas agendas donde toman apuntes. En estos casos todavía se estila escribir a mano (estamos hablando de arte), y esos rectángulos electrónicos se dejan para historias más mecánicas o frías.

 —Bien, aquí tienen la nueva obra adquirida por el museo. Cómo saben, ha estado viajando por los mejores museos de arte moderno del mundo, desde el MoMA de Nueva York hasta el centro Pompidou de París. Por fin lo tenemos entre nosotros Decadencia del artista cuyo nombre todavía no ha salido a la luz, pero su obra conceptual está teniendo el éxito que todos esperábamos desde que expuso su primera creación en el Centro de Investigación de Nuevas Vanguardias en la Cultura Contemporánea.

Decadencia o la sublimación de lo tácito, la experiencia del sentir a través de la visualización de algo a lo que estamos acostumbrados pero que no nos paramos a interiorizar. El cuerpo como cáscara que nos envuelve y su decrepitud. El alma que se desboca al contemplar a un contemporáneo en el final de sus días. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Es el ser humano el centro del universo? ¿Hasta que punto controlamos nuestro entorno, nuestro hábitat?...

 Se ha dormido; pero acto seguido se ha despertado sobresaltado con su propio ronquido. Ahora respira de forma ruidosa hasta que consigue calmarse. La gente le mira incrédula y algo horrorizada. El guía se mueve algo inquieto.

 —El ruido… es una parte importante en la obra de nuestro artista. Él es un vanguardista. Ha pasado largos años experimentando con la intención de innovar un arte que le aburría porque no conectaba con el ser humano. Con Decadencia la estética, lo visual pasa a plano preferente con el objetivo de provocarnos sentimientos. Es la primera figura en movimiento que nos encontramos en el arte, un ser humano, un sujeto con su vida a punto de agotarse y de cuya muerte podemos ser ¡testigos únicos en cualquier momento! Aunque el objeto de la obras está bien definido, el artista ha querido dejar a la subjetividad del espectador sus diferentes interpretaciones. Ahora quiero que dediquen unos minutos a una minuciosa observación y, por favor, déjense llevar por…

 El hombre suspira una vez más. Recuerda cuando le encontraron durmiendo en entre unos cartones en un cajero automático. Al principio pensaba que eran unos gamberros que le quería dar una paliza, pero no…, era algo más rebuscado. En el contrato firmó que, a cambio de comida, ropa y cama, formaría parte de la colección del Artista hasta el final… Pero ¿y si ahora se levantara y se marchara por la puerta a dar un paseito por la avenida principal?, ¿qué podría pasarle?

Sonríe para sus adentros, no le apetece salir a la calle a buscarse la vida. Que le miren, que le observen y le escruten los muy idiotas…, él está muy calentito en la cama.


viernes, 2 de marzo de 2018

CINE: EL AÑO QUE VIVIMOS PELIGROSAMENTE.




EL AÑO QUE VIVIMOS PELIGROSAMENTE (1982)

Peter Weir (Sidney, Australia, 1944)



Peter Weir es un director australiano que tiene unas cuantas películas de las cuales guardo más que un grato recuerdo: Gallipoli, Único testigo (preciosísima), El club de los poetas muertos (¡Oh capitán, mi capitán…, imborrable el recuerdo del profesor que protagonizaba el atormentado Robin Williams ), El show de Truman (nunca ha estado tan bien Jim Carrey salvo en la también deliciosa Eternal Sunshine of the Spotless Mind o como se conoció en España con el ridículo título ¡Olvídate de mí! ) y la película de aventuras Master and Commander con una banda sonora  y un final inolvidables.


La película nos sitúa en Indonesia, 1965. Los periodistas extranjeros cubren las noticias en un momento convulso, con una rebelión comunista en marcha y siempre limitados por el gobierno de Sukarno. Aparece en escena el joven periodista australiano Guy Hamilton  protagonizado Mel Gibson, quien pocas veces ha estado tan encantadoramente atractivo; hago un inciso para comentar que desde que comenzó a ponerse detrás de las cámaras como director, me ha interesado más esta faceta suya que la de actor, especialmente en Braveheart y en la fascinante, asombrosa y angustiosamente realista Apocalypto.


Este periodista se hará amigo del fotógrafo indonesio Billy Kwan, un enigmático y pequeño (en tamaño) personaje que le ayudará a conseguir exclusivas y mediante el cual conocerá al resto de la colonia extranjera, entre ellos Jill Bryant (la elegante Sigourney Weaver) , una agente de la inteligencia que reside en la embajada británica.

La historia se mueve entre la amistad, quizás más interesada de lo que ellos creen, entre Kwan y Hamilton y la historia de amor que surge entre este último y Jill. Todo ello con el telón de fondo de un país apunto de explotar. El personaje más complejo de los tres, con misterios e intereses que se muestran a veces un poco retorcidos, es el de Kwuan, maravillosamente interpretado por la actriz Linda Hunt que se metió en el papel de un personaje de sexo masculino obteniendo una increíble interpretación por la que fue premiada con el oscar a la mejor actriz de reparto.



La película posee momentos brillantes y escenas para la posteridad. También huele a cine clásico. Y en cuanto sale a relucir el hipnótico tema L'Elefant del compositor griego Evangelos Odysseas Papathanassiou, más conocido como Vangelis, es imposible apartar la mirada de la pantalla (La escena de la huida en coche de la pareja protagonista o cuando Jill acude a la oficina de Hamilton empapada bajo la lluvia). Es increíble lo que este compositor es capaz de ingeniar con cinco o seis notas. Es un complemento perfecto a la banda sonora creada por Maurice Jarre.



Los contrastes entre la miseria y la hambruna que vive el país, de la que muchos extranjeros se aprovechan, en contraposición con la vida cómoda de los de fuera y sus fiestas en las embajadas son constantes en la película. En concreto hay un personaje por el que llegas a sentir auténtico asco por su falta de conciencia humana y de mínima sensibilidad.


Uno de los mayores logros del filme es su ambientación, que nos sumerge en un escenario tan alejado del mundo occidental como es Yakarta, a pesar de que se rodó en Filipinas (curiosidades y grandezas del cine). Pobreza y amor, humedad y amistad, opresión y esperanza…, escenas que traspasan la pantalla haciéndote partícipe de sensaciones contradictorias.

Como dato singular, la película fue prohibida en Indonesia hasta 1999.



Trailer de la película