viernes, 23 de febrero de 2018

MICRORRELATOS: PIANISTA BAJO LA LUNA, SER O NO SER, UN CUADRO


PIANISTA BAJO LA LUNA

                                     



Cada vez que ejecutaba una pieza con su teclado de segunda mano se le encogía el corazón. No por la ternura que le producía, sino por la falta de magia, de sonoridad, por la rudeza de las teclas.

Sopesó. Se compró con sus ahorros un piano de cola, clásico.

Midió la estrechez de la calle, y aunque justo, el piano entraba sin sufrir daños.

El transportista le dejó el bello instrumento en la acera. "A partir de aquí es todo suyo". Un amigo y él lo llevaron hasta la puerta, pero ¡ay, imperdonable error de medida!, la angosta entrada de la casa fue infranqueable.

Desesperado ató el piano con un candado a la puerta. Ese día, llorando en la calle, tocó el Canon de Pachelbel más hermoso jamás escuchado. Al día siguiente, los muchachos del barrio lo habían hecho trizas. Era el día de San Juan.





SER O NO SER




Soy existencia incorpórea, bella sin rostro, virtuosa sin proceder. Así le espero y le añoro sin conocerle. No hay día en el que no ruegue al creador que me perfile con trazos reconocibles en una maraña de aventuras confusas. Para que después él, pertrechado con sus característicos atavíos, torpón y enamorado, me lleve a ese inconfundible lugar sin nombre. Al final, nadie dudará del caballero andante, nadie osará llamarle loco, nadie se burlará de sus ideas. Llevo siglos implorando.





UN CUADRO





Siempre asomada a la ventana, como en un cuadro. Salíamos y entrábamos, pero daba igual la hora. Ella seguía ahí,  impertérrita, con sus ojeras añejas, su pelo encrespado, la bata roída y un gato que nunca ronroneaba. Al saludar, sonreía y su cara se desencajaba ante tal desvarío. Parecía soñar. Con otro mundo: pasado, efímero o imaginario. La realidad: una enfermedad devastadora, una ventana sin pintar, unos ojos suplicantes pero un corazón poco dado a implorar. Y la soledad, que por fin había llegado firme y sin piedad.




lunes, 19 de febrero de 2018

RELATO INSPIRADO EN HECHOS REALES.


De mis angustias febriles y del porqué (en parte) del alargamiento de mi ausencia del mundo blogosferil.




UNA MALA ENFERMA





Hace un mes y medio me levanté con un pequeño picor en la garganta, un carraspeo ligeramente incómodo pero llevadero, algo que podía presagiar alguna enfermedad leve, pero en todo caso soportable. Y sin embargo, después de todo este tiempo, estoy en condiciones de afirmar que fue el inicio de una horrorosa pesadilla.

Dicen que las personas sensibles o tendentes al estrés (como es mi caso) tienen el umbral del dolor muy bajo y que asumen pésimamente los malestares físicos que la vida les puede “ofrecer”. Creo que alguien dijo una vez: “Dios mío líbrame de los males físicos, que de los psicológicos ya me encargo yo”. ¡Cuántas veces he pensado en esta frase durante estos interminables días!

El mal, mi mal particular, empezó a extenderse el día después de aquel picor gargantil, taponándome las fosas nasales, impidiendo respirar con normalidad, provocando a partir de ese día mareos, dolores de cabeza y favoreciendo mis migrañas crónicas e insoportables. Migraña: esa bola de fuego instalada en mi cabeza. Vivo con la esperanza de poder lanzarla algún día al espacio sideral. (Últimamente he leído en un foro a un psicólogo que decía: la migraña no es un daño real, hay que empezar a enfrentarse a ella con naturalidad, los medicamentos solo van a perpetuar la sensación de dolor; si fuera posible le regalaría a este señor este daño irreal y sus consecuencias imaginarias de mentes fantasiosas y luego le mandaría a hacer meditación, a ver que tal le va. Sí, señores, he probado todo). Dicho esto, creo que la meditación es un buen remedio en ciertas situaciones, lo creo de verdad.

La fiebre nunca pasó de ser alta, pero en mí, que tiendo a temperaturas “bajas”, causaba unos estragos que solo había experimentado de niña, lo prometo. La febrícula comenzaba con un frío de huesos extremo que las infinitas capas de ropas no lograban mitigar. Dos horas después me levantaba de la cama empapada en sudor.

A pesar de mi alergia congénita a las batas blancas, acudí al médico. “Es que llevo ya como tres semanas…” no hacía más que repetirle. “Habrás encadenado uno tras otro. Hay contagios y recontagios, yo te lo doy y tú me lo devuelves. El invierno viene muy mal, todo el mundo está igual”. Bueno, pues intentando evitar cualquier contacto humano, salvo el necesario para sobrevivir y el obligatorio para malvivir, decidí no salir de casa, cual topo en su madriguera. Dejé de comer apenas por falta de apetito, vomitaba con frecuencia y llegué adelgazar unos tres kilos (teniendo en cuente mi estatura y mi peso, es mucho).

Empecé a pensar que todo aquello era una “anomalía”, síntomas que no tenían que ver unos con otros, un totum revolutum sin ningún sentido, una especie de fallo multiorgánico a pequeña escala. Mi mente empezó a jugarme malas pasadas. Sabía que de eso no me iba a morir, pero ¿y si se hacía crónico de por vida? No hacía nada, no podía concentrarme, ni leer, ni escribir, ni lo mínimo que requiriera estar con la mirada fija en un sitio. ¿Alguien ha tenido la sensación desesperante de no poder hacer nada observando cómo las horas pasan y tu única compañía es un conejo mudo (y sordo, creo) y un zumbido de oídos que atestiguan que las flemas y la congestión siguen ahí? Y lo peor, el dolor. Y no hay nada peor para la mente que los tiempos muertos no buscados, los incapacitantes.

Muchas personas habrán vivido situaciones parecidas este invierno, e incluso más graves, pero para mí este proceso ha sido totalmente desesperante. Y ahí va la sorpresa: ¡Sigo igual! O parecida. Tengo picos, días mejores y peores, pero el alien sigue conmigo. Solo me queda esperar a la primavera y a la subida de temperaturas que espero mitiguen todas estas angustias de mala enferma, y no solo por mí, sino también por los seres que me rodean y cuya salud mental corre serio peligro como esto se perpetúe demasiado.