EL BUCLE
Apagó la luz de la
habitación no muy satisfecho. Se dirigió con paso rápido a la puerta de la
calle, la abrió, salió y cerró. Miró el reloj: eran las ocho y media. Dio
cuatro vueltas de llave a las dos cerraduras; primero a la de arriba y después
a la de abajo, como siempre. No conforme tiró del pomo deshaciendo la holgura
que solía quedar entre las maderas. Pulsó el botón del ascensor y se activó la
maquinaria. "Viene del primer piso, tardará unos veinte segundos en
subir", pensó Alfredo. Mientras
esperaba, repasó mentalmente todos y cada uno de los pasos que componían el
ritual de salida a la calle: luces, grifos, ventanas, enchufes, comida y agua
para el gato..., el secador, ¡mierda!, no recordaba haberlo desenchufado. En
ese instante el ascensor llegó a su piso y las puertas se abrieron. Dudó entre
entrar y olvidarse del asunto o volver a
casa de nuevo a comprobar el secador. En una micra de segundo su cerebro caviló
las consecuencias de dejar conectado (y
quizá encendido, aunque esto no parecía probable, el ruido le habría alertado)
un pequeño electrodoméstico; cortocircuitos, incendio (fuego en un baño no era
razonable, pero con los armarios de madera nunca se sabe), muerte del gato,
daños en los inmuebles contiguos... Dejó que se fuera el ascensor y regresó a
su vivienda. Miró la hora: las nueve menos veinticinco. Los nervios empezaron
hacer mella en él, cabía la posibilidad de que llegara tarde al trabajo. Metió la llave en la cerradura dando las
cuatro vueltas ahora en sentido inverso, e hizo lo mismo con la de abajo. Entró
y fue corriendo al baño; el secador estaba en el suelo desenchufado. Suspiró.
Hizo un nuevo recorrido rápido por todas las
habitaciones antes de salir. No encontraba al gato. Empezó a buscarlo. "Barry, ¡Barry!" Seguro que se había
metido debajo de una cama y ahora sería imposible sacarlo de ahí. Pero tenía
que dar con él, no podría salir sin antes cerciorarse de que el animal estaba
en perfectas condiciones. Estaba de rodillas mirando debajo de la cama del
dormitorio principal cuando escucho un "miau" detrás de él.
Sobresaltado se puso de pie de un brinco y se golpeó con la estantería de
libros. Un dolor agudo se instaló en su cabeza. Comenzó a ver lucecitas
amarillas que fueron seguidas de un mareo. Se sentó un momento con los codos
sobre los muslos y las manos sobre la cabeza. Cuando el malestar cesó un poco,
miró la hora: las nueve menos cuarto. Tenía que salir de allí cuanto antes.
Dejó al gato tumbado en la alfombra del pasillo y abandonó la casa por segunda
vez ese día.
De nuevo el golpe de la puerta al cerrarse, los giros
de llave y la llamada al ascensor. Este se abrió al instante, lo que hizo que
su cerebro no ingeniase nuevos descuidos. Tardó diez segundos en llegar al
portal. Iba a pisar la calle cuando una nota en el cristal de la entrada le
hizo detenerse: Mañana martes 17 de junio, se cortará la luz de nueve y
media de la mañana a tres de la tarde por obras en la Comunidad. La nota se
había puesto el día anterior. Él iba a estar trabajando durante ese intervalo
de tiempo, luego no le concernía en absoluto, así que siguió su camino sin
pensárselo dos veces. Bueno, sí se lo pensó dos veces; estaba en mitad
de la rampa que bajaba a la parada cuando lo hizo. Su acuario de peces de agua
cálida. ¿Cuánto podría enfriarse el agua durante esas horas de apagón? ¿Podrían
llegar a morirse los peces? Se maldijo a sí mismo por no haber comprado aquella
dichosa bomba con pilas que vendían para estos casos. El autobús vendría en
unos cinco minutos. Si regresaba no le daría tiempo a cogerlo. Además no sabía
que hacer, no podía llevarse el acuario a la oficina. Pensó que podría llamar a
la tienda de animales donde lo compró para que le asesorasen. Pero todavía era
pronto, no estaría abierto, tendría que hacerlo desde el trabajo.
Cabizbajo y apesadumbrado se dirigió a la marquesina.
Había otras tres personas esperando; dos mujeres y un hombre. Ellas discutían
acaloradamente sobre el vecino que tiraba colillas de cigarrillos por la
ventana, y que iban a dar a sus balcones. El hombre miraba absorto el
horizonte. Una de las mujeres llevaba un perro atado a una correa, un pequeño
ratonero. "No irá a coger el autobús si va con el perro", pensó Alfredo
con cierta envidia. "Seguramente comprará el pan, algunos alimentos y regresará
a su casa". Miró la pantallita que avisaba del tiempo que quedaba para la
llegada del vehículo: dos minutos. El animal se le acercó, le olisqueó los
zapatos y le miró a los ojos con las orejas gachas. "Quiere que le
acaricie". Alfredo le dio unas palmaditas en el lomo y siguió con sus
pensamientos. Aquella aparentemente fútil escena que acababa de vivir le hizo
volver a los peces tropicales. Recordó como solía pasar minutos e incluso horas
contemplándolos en el cortejo, en el nacimiento de crías, en la lucha por el
territorio. Aquel colorido en constante animación. Empezó a correr como un
loco. Escuchó los ladridos de confusión del perro mientras se alejaba. Entonces
paró. Se acababa de cruzar con el autobús que tenía que haber cogido. Tendría
que esperar al siguiente. Iba a llegar tarde al trabajo. Era un hecho. Solo
había recorrido cien metros y estaba exangüe.
Llegó al portal a las nueve y tres minutos. Esperó unos
instantes para recuperar la respiración. Su intención era subir por las
escaleras ya que cabía la posibilidad de que el apagón se adelantase y se
quedara atrapado en el ascensor. Aquello sería catastrófico. Mientras subía los
escalones de forma cansina, se encontró con varios de sus vecinos que salían
para ir a sus obligaciones y que le miraban atónitos su vuelta al hogar:
—¿Algún problema, Alfre?
—No nada. He olvidado el
móvil...
—¡Pero coge el ascensor
hombre! Vaya burrada a estas horas.
—Bueno así hago un poco de
ejercicio. —Sonrió sin ninguna convicción.
Se tuvo que parar varias
veces, así que hasta las nueve y cuarto no llegó a su domicilio.
Una vez recuperado el aliento, lo primero que hizo fue
buscar el teléfono de la tienda de animales. Confiaba que abriesen a las nueve
y media. Después puso la cafetera a calentar para hacer tiempo; un café no le
vendría mal para recuperar energías. A las nueve y treinta y dos llamó al
establecimiento, le salió el contestador que le informó que abrían a las diez.
La cafetera había comenzado a hervir cuando se fue la electricidad. La retiró
de la placa de inducción para que reposara. Abrió las persianas un poco más
para que entrara la luz natural. Se sentó y dejó vagar a sus pensamientos.
Tenía tareas atrasadas y no llegaría a la oficina hasta las once por lo menos.
Debería buscarse una excusa, aquello que le estaba pasando no le pareció
suficiente justificación. El médico era la mejor opción. No aportaría
comprobante, pero en esos momentos le daba igual.
Intentó concentrarse en los peces. Metió un dedo en el
agua. Templada. Se tomó un café y esperó dando vueltas por el pasillo mirando
el acuario de vez en cuando con el rabillo del ojo. El gato se sentó en la
alfombra y le observó como si algo no fuera bien. Alfredo le acarició para
tranquilizarlo. A las diez y cinco consiguió hablar por fin con los de la
tienda. No había ningún problema, los peces podrían aguantar hasta veinticuatro
horas con temperatura ambiente. Suspiró una vez más. En diez minutos tendría un
nuevo autobús. Se tomó el café de un trago. Echó un vistazo general desde el
hall y se dispuso a salir a la calle por tercera vez ese día. Pero entonces
escuchó un ruido, era burbujeante y provenía de la cocina. Fue hacia la
cafetera directamente y la tocó con cuidado; estaba casi fría. La placa estaba
apagada. Cuando estaba a punto de abrir la puerta para macharse volvió a
percibir el mismo sonido chispeante. Con el corazón desbocado se acercó con
paso lento a la cocina. Cuando llegó, asomó la cabeza antes de entrar. El café
estaba en ebullición a pesar de estar fuera del calor. Alfredo cerró los ojos
un momento y los abrió de nuevo. La tapa de la cafetera se entreabría
repetidamente por los pequeños golpes que le producía la presión del agua. Se
apoyó en la pared y se deslizó hasta el suelo. El gato maullaba a su lado sin
comprender. Se quedó en cuclillas con la mirada perdida. Aquel día no podría ir
al trabajo.
Desesperado, rompió a llorar.