Fermín observa el edificio de seis pisos sin ascensor. En el tercero un
señor se asoma al balcón sin camiseta y en calzoncillos. Aunque a él no le
gusta ser prejuzgado ni hacerse ideas equivocadas de los demás antes de tiempo,
se pregunta cuál será la estadística en ese barrio en cuanto a lectores de
ficción mayores de cuarenta años, o al menos aficionados a los grandes temas de
la historia y la naturaleza. Vaya mierda de pensamiento, seguro que esa
estadística ni siquiera se ha hecho nunca. Y además, no tiene sentido cavilar
ni elucubrar, va a tenerse que hacer los seis pisos con el maletín a cuestas,
sí o sí.
Estamos en los años ochenta. Todavía el libro electrónico ni siquiera es
una idea en la mente brillante de algún lumbrera, internet es un embrión del
que solo se han hecho pruebas a nivel militar, y Wikipedia, esa herramienta a
veces poco fiable pero muy agradecida, en fin… tampoco merece la pena ni aludir
a ella en estos momentos. Si Fermín supiera, a sus treinta primaveras, que
estas historias serán un boom unos cuantos años después, se “rasgaría las
vestiduras” y acabaría como el señor del tercero.
Son las doce del mediodía y ya ha estado en dos barrios. Desde que
encontró ese peculiar trabajo basura ochentero de vendedor de enciclopedias
puerta por puerta, ha sufrido las denigraciones más absolutas como ser humano: insultos,
portazos, malentendidos… El caso es que no ha vendido una mísera colección
desde que comenzó el curro hace dos semanas, pero parece ser que hubo una vez
que alguien lo hizo, no es una leyenda urbana, por eso siguen contratando al
personal. Por cierto, muy barato les debe de salir.
Tiene que llevar siempre traje con corbata, aunque el tiempo augure
cuarenta grados a la sombra, como es el caso de ese trece de julio en la
localidad de Retuécanos. Ha estado media hora en el portal dale que te pego a
los telefonillos y nada. Al final ha entrado con el cartero, que tiene llaves.
Se ha sentado en un escalón antes de subir. Una mirada rápida a la axila le
recuerda que el ronchón de sudor sigue incrementándose y con ello un olor entre
agrio y rancio. Tiene desodorante, pero eso no hará más que incrementar más el hedor
y acabará mareado con la combinación.
En los tres pisos que sube a continuación, se encuentra con los siguientes
escenarios:
La señora del 1ºC: le ha abierto con un bebé en brazos, le ha lanzado
una escrutadora mirada de arriba abajo con una mueca de asco, y ha cerrado de
un portazo sin decir una palabra.
Una anciana en el 1ºD:
—¿Es usted testigo? El otro día vinieron unos chicos muy majos, pero mi
hija me ha prohibido que hable con ustedes…
—No se preocupe señora.
Pero la mujer sigue mirándole con pena mientras llama al 1ºE. Se oye una
voz grave al otro lado:
—¿Quién es?
—Buenos días señor, soy de la Esfera de Lectores…
—Aquí no leemos, lárguese.
La mujer del 1ºD sigue contemplándole mientras sube de forma cansina las
escaleras que le llevaran al segundo piso. En el giro del rellano, Fermín
vuelve la cabeza por si sigue ahí. Ella le saluda con la mano en una
desgarradora despedida que parece desearle suerte más allá, en el infierno.
Está en el tercero, y ya siente nauseas. Y tiene la cabeza abotargada.
Es una mezcla de calor y desidia. O amargura y desencanto. O lo que puede ser
peor: furia y rabia retenida en el estómago. Nunca ha tenido estos síntomas tan
temprano. Suele aguantar hasta las seis de la tarde, cuando se mete en el
coche, se cierra herméticamente, y expulsa los fantasmas del día en forma de rugido
desgarrador.
Llama al 3ºD y, tras una prolongada espera enfrente del felpudo
mugriento en el que cree leer malvenido, el señor del torso desnudo y
calzoncillos abanderado color blanco (roto), le abre y le saluda con un sonoro
eructo que hace temblar el edificio.
—Buenas señor…
—¿Qué quieres?
—Vendo enciclopedias. —No quiere alargarse demasiado en las
explicaciones. Se va a ir de vacío y lo sabe. Solo tiene que esperar a que el
otro de por zanjado el asunto con algún desaire más.
El hombre es como una estatua, un bloque de hormigón sin sentimientos. Tiene
aires de psicópata. A Fermín esta escena congelada empieza a darle repelús.
Pero de repente el otro se mueve, bueno es su cabeza la que se pone en
movimiento. Se acerca poco a poco a la oreja del vendedor que está bloqueado
sin saber por qué. “Laaargo” le susurra el tío al oído. Y acto seguido ocurre
algo anormal, extravagante si no fuera doloroso. Le muerde el lóbulo de la
oreja. Fermín aúlla de dolor.
Se palpa la zona y ve que está sangrando, aunque la oreja parece intacta
y entera. Se encoge del sufrimiento, se da la vuelta y echa a correr. A lo
lejos se escucha una carcajada y el estruendo de la puerta al cerrarse de
golpe.
Se sienta en un escalón en el portal. Está llorando, de rabia y de
dolor. Saca un pañuelo de tela del maletín y se hace una especie de vendaje en
la oreja. Ahora no oye nada por el oído izquierdo.
Pasan cinco minutos, diez, media hora. Nadie entra en el portal. Debe
ser ya la hora de la comida. No sabe que hacer, no puede quedarse allí pero
tampoco puede levantarse, algo se lo impide, algo que no ha acabado, una
especie de herida en el alma que tiene que cerrarse porque si no, no podrá
continuar con su vida.
Y entonces se le enciende la farola, ha visto algo en el maletín cuando
ha sacado el pañuelo, algo que antes ha pasado desapercibido pero que ahora le
hace materializar una idea. Es un objeto negro, con una forma inconfundible;
algo que todos conocemos.
Abre el maletín y lo saca. Comienza a correr escaleras arriba antes de
que la cabeza vuelva a funcionar de forma coherente y le haga arrepentirse. En
unos segundos llega al 3ºD. Llama cinco veces al timbre. Alguien gruñe y se
abre la puerta.
—¡Qué cojon…!
Fermín está apuntando al tío de los calzoncillos con una pistola. Le
apunta a la cabeza. La mano le tiembla pero, incomprensiblemente, se siente
sereno:
—¡Adentro!
Cierra tras él. La casa es una pocilga. Huele a mierda y a lentejas
quemadas.
—¿Qué quiere de mí? Por el amor de Dios, ha sido todo una broma. —El
hombre ha levantado las manos sin que nadie se lo pidiera y ha disminuido
veinte centímetros de golpe.
A Fermín se le han caído al suelo los papeles que ha sacado del puto maletín,
los recoge y tras barrer con una mano las porquerías de la mesa del salón, los
deposita sobre ella.
—Vamos rellene los formularios. Y no se olvide de los datos bancarios. Y
no los falsee que los comprobaré. Después, marque con una cruz los artículos
que le voy a mencionar. Quiero que se suscriba a todas nuestras enciclopedias y
coleccionables.
—¡Cómo! ¡Señor, yo no tengo tanto dinero!
—La revolución rusa de 1917; La guerra civil para jóvenes; Cómo
parecer culto ante sus amigos…
—Pero…
—Aprender a tocar la guitarra en treinta días; Diferentes especies de
setas en la Cornisa Cantábrica; Manual de buenos modales (de este no se
olvide, por favor)…
Fermín se siente satisfecho, casi orgulloso. Va hacia el coche con andar
desgarbado, ya nada puede afectarle. No escucha sonido alguno, tan solo el
frufrú de sus pantalones, tan anchos, que las patas se rozan al andar.
Está enfrente del vehículo. Se fija en algo que antes le ha producido
una ira desmedida; ahora no puede más que sonreír. Es una cagada de paloma que
antes ha intentado quitar con el limpiaparabrisas creando un manchurrón
asqueroso en la luna delantera.
Se quita el pañuelo de la oreja, ya no sangra. Saca la pistola del
bolsillo de la chaqueta y la acerca al cristal. Aprieta el gatillo. Un chorro
de agua hace una curva perfecta y se estampa contra la zona manchada. Coge el
pañuelo manchado de sangre y comienza a limpiar; no va a ser una buena idea.
Pero sonríe y piensa en su hijo pequeño. Y en su inconsciencia al
depositar en su maletín la pistola de juguete. Esa inconsciencia que ahora le
hace ser un hombre nuevo.