DECONSTRUYENDO LA REALIDAD
Escondido tras los muros de su resistencia, observaba el trajín
vivaracho que se producía al otro lado. No pocas veces había pensado en pasar la
muralla, pero su alma quebrada había dicho que no. Su yo, empequeñecido, se
cobijaba en el confort insano pero apetecible, cruel pero cómodo. Pensamientos
retorcidos alimentaban en oleadas su estructura interna. Poderosos nubarrones
se cernían sobre su mundo con la intención de anegar el minúsculo jardín de
florecillas de colores que intentaban abrirse paso entre el fango y el cenagal.
Recuerdos de infancia trastocaban sus maltrechos sentidos. Niño feliz en el
otro lado, el de los sueños infantiles, donde se ubicaban las carcajadas, los
perros revoltosos, y el rubor pueril. Hombre atemorizado en este lado, donde los
miedos y las fobias encontraban su magnífico infierno. El mundo, en su madurez,
se había vuelto áspero y hostil; animal fiero con ganas de herir con sus
zarpazos de realidad. Y él no estaba preparado. Lo peor, no sabía cuándo lo
estaría. Y hubo un día en que no sabía qué rumbo tomar. Los sueños eran
pesadillas, y la realidad devastadora.
Entonces inició un viaje. Visitó todos los lugares conocidos, acompañado
de deliciosos cervatillos que le indicaban el lugar al que dirigirse. A medida
que avanzaba, todo desaparecía. Pronto encontró una cama decorada con un bonito
dosel. Allí se quedó tumbado, tranquilo, hasta que se durmió. Ninguna
perturbación enturbiaba la escena.
Y soñó que le salían alas; que surcaba cielos de mundos aún no creados. Sintió
la vida fluir por sus venas y arterias, sintió por fin la serenidad anhelada, y
después encontró el hueco perfecto en el que posarse tras el largo viaje. Y
pasó cien años leyendo libros en aquella cueva, y otros cien viajando por
tierras pardas y fértiles que se iban generando a su paso. Un palo y una
mochila eran sus únicos elementos. Le salió barba de viejo sabio, y al verse de
esa guisa, se hizo contador de historias, y narró toda su sapiencia a los
entrañables habitantes de ese mundo que se acercaban a él. También fue nombrado
líder de la bondad por un jurado compuesto por los más variopintos personajes. Su generosidad fue conocida en los nuevos
planetas que se iban constituyendo. No hubo más desafíos, más retos, más
culpabilidad, más competitividad, más "aun quiero más". Era su último
sueño, y lo diseñó de manera que los puzzles de sus deseos encajaran en una disposición
perfecta para él. Y soñó que soñaba eternamente, y el sueño se repitió, y se
repitió...
Relato seleccionado para una antología en el Concurso
de relatos de formato libre “Sueños” organizado por Ediciones Ojos Verdes. (Ligeramente
modificado).
DEMONIOS
Comenzaba con una ciudad destruida. Un paisaje polvoriento y sin rastro
de vida humana. De repente, un pájaro salió volando de algún sitio y se posó en
el alfeizar de mi ventana. Era un cuervo. Salí a la calle y mis zapatos
tropezaron con algo. Me horroricé. Era un cachorro de perro que intentaba mamar
de los pezones de su madre muerta. Lo cogí en brazos y seguí andando. El perro
me lamió agradecido. Seguí mi camino y llegué a la plaza. Allí un hombre muy
atractivo salió de la nada y comenzó a mirarme con aire sugerente y provocativo.
Yo estaba muy excitado, pero en ese momento apareció un toro y se interpuso
entre los dos. Me fui de allí alarmado. Tropecé con mi madre, como no, a pesar
de que lleva muerta cinco años. Me miró con sorna y me soltó un bofetón. El
perro cayó al suelo asustado y se marcho corriendo. Mi madre me comentó que me
habían despedido del trabajo por mis vicios incontrolables y me puse a llorar.
Sin transición alguna, aparecí en un teatro donde yo era el protagonista. Un
amplio y diverso público me observaba en silencio. Iba a decir mi primera
palabra, pero la gente estalló en carcajadas. No simples risas inocentes, sino
carcajadas sonoras y burlonas. Salí, aún así las risotadas tardaron en
apaciguarse. Entonces me encontré con el espejo y el que comenzó a reír fui yo,
primero de forma tímida y después enloquecida. Mi reflejo intentaba arañarse la
cara mientras reía. Se afeitó el pelo con una cuchilla y se quedó desnudo, con
su ridículo miembro oscilando como un péndulo. En su mano apareció un serrucho;
no quise saber más. Me marché abochornado. Iba a la estación una y otra vez,
pero siempre perdía el tren. Era imposible salir de allí. Nunca llegaba a
tiempo, ya que corría y nunca avanzaba. Entonces me encontré con un diverso
grupo de personajes que conocía de alguna manera: el carnicero, el panadero, el
cartero, la del bar, la bibliotecaria, mis vecinos, mis familiares cercanos,
mis familiares lejanos, gente de programas de televisión, famosos... Empezaron
a perseguirme y mis piernas pesaban, era imposible avanzar. Por fin, me
cogieron, me ataron, y fueron a tirarme por el barranco. Estaban contentos. Yo,
sin embargo, estaba aterrorizado. Me dijeron que era lo mejor para mí.
Cuando sentí el primer empujón me desperté.