En contra de esa absurda afirmación de que todo bebé es
bonito, este resulta ser bastante feo. Por lo demás, aparenta ser una familia vulgar
a priori. El marido sonríe mucho, le hace carantoñas a ella constantemente y le
susurra al oído secretos inconfesables. No me gusta que la gente haga eso
delante de mí, me siento idiota, pero lo he dejado pasar. He cogido al niño y
les he comentado lo guapo, sano y
hermosote que está. Me he sentido estúpida una vez más, hipócrita diría yo,
pero es lo que hay que decir en estos casos, no les voy a soltar a bocajarro
que tiene un cabezón desproporcionado con respecto al cuerpo, y los ojos tan
cerca uno del otro que parece un cíclope.
Él es de esos que te dice que sí a todo, pero que en
realidad no está de acuerdo contigo en nada.
—Quiero saber en que va a consistir todo el proceso, y
en qué puedo ser útil. No voy a ser una mera comparsa, deseo implicarme y
buscar la solución lo antes posible.
—Bueno, no se
precipite, primero hay que hacer una evaluación.
Empiezo a pensar que esto va a ser más difícil de lo
que pensaba.
—Bien, estaré presente.
—No puede.
—¿Cómo que no puedo?
No respondo a la pregunta e intento concentrarme en la
mujer, que todavía no ha abierto la boca. Está sentada concentrada en un punto
fijo y se deja hacer. Le he pasado a la criatura y la ha cogido sin mirarme a
los ojos. Después la ha depositado en el carro y se ha vuelto a sentar. Intento
entablar conversación con ella.
—¿Cuándo empezó todo?
—¿Cómo?
—Los episodios, ¿cuándo
comenzaron?
No me contesta y vuelve de nuevo la vista hacia la
pared. Se produce un tenso silencio. Me dan ganas de saltar por encima del
escritorio, cogerla de la cabeza y obligarla a que me preste atención.
—Si quiere le comento yo
cómo fue… —El marido otra vez.
—No usted no. —le corto.
Ante esta frase, ella se ha sobresaltado y ahora me contempla
con cara de no entender. Él le vuelve a susurrar algo al oído.
—¡Deje de hacer eso! —le
he gritado.
Siento un ligero tembleque de manos.
Ahora los dos me miran asombrados.
—Lo siento. —Miento de nuevo,
no lo siento— Pero deben entender la situación, se tiene que abrir y hablar,
tiene que ser ella.
El otro tensa la mandíbula y me obsequia con una mirada
desafiante. Trato de no corresponderle, suspiro, me levanto y me dirijo a la
ventana. Unos segundos después, vuelvo a sentarme.
—Me gustaría si fuera
posible, que saliera usted fuera. —le digo intentando ser cordial. —Y llévese
al niño, por favor.
En ese instante, el bebé, como si fuera cómplice de una
confabulación, se pone a llorar con una estridencia insoportable, ¿para qué
cojones le habrán traído? ¿No tenían dónde dejarle? ¿No tienen padres, hermanos
o algo?
Ella se pone de pie como un resorte, le coge y le acuna para que se
calle.
—No quiero que mi marido
se vaya, quiero que se quede.
—Así no podemos trabajar.
—No quiero quedarme a
solas con usted.
Me asombra su seguridad. Ahora son los tres (bebé
incluido) los que me miran provocadores. La cabeza me da vueltas, estoy
empezando a marearme. La situación se me escapa de las manos.
—¿Qué… qué se supone que
debo hacer?
—Curarme —suelta ella con
una determinación que da miedo.
Estoy sudando y eso que no está puesta la calefacción.
Noto los chorretones que me bajan por la espalda y pequeñas gotas en la zona
del bigotillo.
—Discúlpenme un momento,
por favor.
Salgo de la consulta y me dirijo al baño. Abro el grifo
del lavabo y me mojo la cara y la coronilla. Tengo un calor insoportable y el
corazón me va a mil por hora. El espejo del lavabo me devuelve el reflejo de
una cara de espanto.
Vuelvo a entrar. Ahí sigue la familia Adams, no se han ido como
yo esperaba. Sus ojos escrutadores se me clavan como cuchillos mientras me siento
cabizbaja en la silla de mi escritorio.
—Bien, —digo intentado
sonreír— empezaremos de nuevo, ¿qué les parece?
Pero ya no hablan, solo me observan. Un nudo se
retuerce en mi estómago. Unas lágrimas empiezan a recorrer mis mejillas. Saco
un kleenex y me sueno los mocos.
—¿Qué quieren de mí? —digo
sollozando.
—Que me cure —vuelve a
repetir ella.
Hago un recorrido visual por las paredes de la
habitación. Están decoradas con títulos y diplomas de mierda. Hay un master en
concreto sobre psicología conductual, que me costó un pastón.
—¿Qué le ocurre
exactamente? —le pregunto a ella cuando en realidad pienso “¿Qué me ocurre?”.
—Ya se lo he dicho, estoy
triste de vez en cuando.
Acabo de escuchar una carcajada. Pero no ha sido
ninguno de ellos, he sido yo. No sé que ha pasado, ha salido el sonido de mi
boca sin yo pretenderlo.
—¿De… desde cuándo? —Estoy
intentando aguantar la risa pero no puedo, me pongo las manos sobre la boca,
pero es imposible, el ruido encuentra su vía de escape.
Alguien ha dado un puñetazo en la mesa, ha debido de
ser el marido, por la fuerza del ruido que se ha escuchado. No le he visto, ya
que estaba retorciéndome de la risa inclinada hacia delante. He saltado sobre
la silla del susto y me he callado al instante. Primero se me ha parado el corazón,
pero luego ha empezado a latir, primero al trote y después al galope. Se me ha
vuelto a nublar la visión por las lágrimas contenidas.
—Lo siento de verdad…
—logro articular. —No sé que ocurre, no, no me encuentro bien, no sé…
Estoy intentando dar pena, trato de que me ofrezcan
palabras de consuelo. Esas personas desconocidas y extrañas. Incluso
agradecería que la mujer viniera hacia mí y me diera un abrazo.
Pero nada de eso ocurre.
Siento sus miradas, pero no hablan.
Sus miradas, no hablan.
No hablan nada.
La habitación me da vueltas.
Me levanto. Por primera vez en varios minutos giro la
cabeza hacia ellos. Están más pálidos que cuando han llegado, casi cadavéricos,
no parecen humanos.
Me miran a los ojos los tres, solo me miran.
Estoy empezando a emitir ruidos ininteligibles por la
boca, no logro articular palabras, lo que quiero decir es “¡Fuera de aquí!”,
pero no hay manera.
Entonces, con las manos temblorosas, descuelgo el teléfono a duras penas
y marco un número:
—Ayud…
Poco después, se oyen pasos apresurados en el pasillo y
un hombre uniformado entra por la puerta con la cara desencajada. Corro hacia
él, me derrumbo a su lado y le cojo por las rodillas. Gimoteo y señalo con una
mano a la familia.
El niño comienza a llorar por enésima vez y el padre le
coge. La madre reacciona, se levanta y le hace arrumacos.
—¿Qué ocurre aquí? —dice el guarda que no cabe en su
asombro. Me mira a mí y a la familia alternativamente.
Es el marido el que habla:
—¿Cómo pueden tener a una persona en estas condiciones
atendiendo consulta? —pregunta con cierta alarma, pero sereno.
Levanto los ojos suplicantes hacia mi salvador, que
está perdido sin saber que hacer. Me tapo la cara.
Escucho las ruedas de un carrito pasar por mi lado.
Estoy en el suelo con la cabeza entre las rodillas, como haciendo una postura
de yoga. Escucho una voz decir algo así como “lo siento”. Se cierra la puerta.
Me quedo en esa posición unos segundos o minutos, no
soy consciente del tiempo. Cuando levanto la cabeza, espero encontrar la mirada
reprobatoria o inquisitiva del guarda tratando de comprender, pero entonces me
percato de que me encuentro sola en la consulta.
Estoy en un estado precario, pero logro rehacerme poco
a poco. Voy al armarito donde están los blister que tengo guardados en caso de
urgencia para los pacientes y elijo uno; me tomo tres pastillas. Cojo la agenda
y suspiro al darme cuenta de que no me quedan más citas.
Me pongo el abrigo, me cuelgo el bolso y salgo del
despacho. Todas las puertas a lo largo del pasillo están abiertas y en cada una
hay un individuo con los brazos cruzados.
Lo recorro a una velocidad prudencial y con la cabeza
gacha, no quiero parecer una desquiciada, aunque algo me dice que todo ese
revoloteo tiene que ver conmigo.
Al llegar a la calle un aire frío se estampa contra mi
cara. Me siento cada vez más tranquila, las pastillas van haciendo su efecto. Creo
que ha empezado a llover, pero no me importa.
Mañana será otro día.