EL COLUMPIO
Tres, dos, uno..., ya.
Acababa de producirse el primer golpe. Y aunque parezca absurdo, en lo primero
que pensó Emilio en ese instante fue en el libro de autoayuda que había leído poco
antes de salir de la cárcel esa mañana, Ser feliz con los pequeños momentos.
Se encontraba en una circunstancia poco apetecible. Le estaban moliendo a
palos en un callejón oscuro y poco frecuentado. Era un gran momento y no era
feliz.
Dejó esos pensamientos
para más adelante. Puso su mente en blanco, su cuerpo blando, y esperó a que
acabara la paliza. Minutos más tarde, cuando aquellos personajes se fueron, se
quedó en una semiinconsciencia que incluso podría haber sido placentera, sino
fuera por el zumbido que emitía su oído y que no auguraba nada bueno. Esperaba
ese ajuste de cuentas por irse de la lengua, pero no tan pronto ni con esa
fiereza.
Bueno, ya estaba hecho.
Todos en paz. Ahora a empezar una nueva vida.
Al cabo de una hora se
levantó e intentó enderezar su maltrecho cuerpo. Cojeaba ligeramente, pero no
manifestaba síntomas de tener nada fracturado de importancia. Eso sí, parecía
que el mar entero se había metido en su oído izquierdo, con sus peces, sus
conchas, y su todo. Se lo taponó con un kleenex para frenar la sangre.
Anduvo varios metros intentando
aparentar normalidad, aunque a esas alturas todo aspecto relacionado con ser
una persona normal se había esfumado de su vida para siempre. Con pasar
desapercibido le bastaba. Su primer objetivo era conseguir dinero de una manera
fácil pero legal. Ya había tenido suficiente con sus pequeñas incursiones en el
mundo de los malos, de los malos ilegales, ya se entiende. Con cincuenta metros
de alquiler y un trabajo apestoso descabezando anchoas en el puerto tendría
suficiente. Pero hasta eso se le antojaba ambicioso. Primero necesitaría
asearse un poco y encontrar algún sitio donde pasar unos días para amoldarse a
su nueva vida en libertad. Dos años en el trullo no eran ninguna broma, pero
estaba acostumbrado a una cama por la noche y a una comida caliente por el día.
Pensó en varias alternativas, todas ellas nefastas. Se quedó con la que menos
consecuencias podía acarrearle.
Poco a poco el mareo se
fue diluyendo y empezó a escuchar primero los agudos, luego los graves, y
finalmente toda la sintonía callejera en un magnífico estéreo. No había sido
para tanto después de todo. El sol hizo su aparición alejando los nubarrones
que al principio de la jornada habían tronado prometiendo hacerse agua en
cualquier momento.
No tenía que caminar mucho
para llegar a su primera parada, y el hecho de que un rayo de luz le cegara
casi de forma agradable, le ayudó a tener una actitud positiva mientras llegaba
al apartamento de Berta.
No sabía lo que se iba a
encontrar. La última vez que la vio estaba en unas condiciones lamentables,
había sucumbido a todo, y en cuestión de meses se le habían echado encima
veinte años de golpe. Vivía en una casa heredada de sus padres de la que solo
salía para hacer algunas compras, y para quedar con él los días en que la
soledad era demasiado poderosa. Nunca habían llegado a nada serio, no se habían
prometido nada, por eso los nervios se apoderaron de él cuando llamó a su
puerta.
Antes de que abriera
observó el cuidado y hermoso jardín con banco de madera barnizada incluido, que
otrora había sido un cúmulo de rastrojos y hierbajos que crecía sin orden ni
concierto por la fachada de la casa. Fue una primera y agradable sorpresa. Pero
aún más agradable fue la segunda. Una espléndida mujer morena de cutis terso y
maquillaje delicado le abrió la puerta. Le costó casi un minuto percatarse de
que era la misma mujer que había dejado dos años atrás bebiendo y llorando en
un destartalado sofá. Cuando los dos fueron conscientes de la situación
sonrieron. Ella segura, él avergonzado. Una mujer hermosa y reconvertida. Un
hombre desgraciado y perdedor. Estuvo a punto de darse la vuelta y echar a
correr, pero ella le detuvo. Le cogió del brazo y le hizo pasar al apartamento
mientras le tranquilizaba con una mirada serena.
Una vez dentro le hizo
sentarse en el sofá y le preparó un café. Estaba delicioso, tenía aromas de
chocolate y miel y le ayudo a relajarse tras las primeras impresiones.
—Es una mezcla de siete
cafés arábica. —le comentó ella.
Se sentó frente a él y le contó su vida.
Estuvieron hablando durante una eternidad. Le dijo que tras los últimos años de
desolación había encontrado la paz a raíz unas sesiones de psicoterapia
cognitivo-conductual donde había adquirido las habilidades para enfrentarse a
la vida de una manera positiva. Se puede aprender a ser feliz, esa era la
filosofía. Emilio la miraba anonadado mientras ella se explicaba con una pasión
en los gestos y en la voz que la hacían parecer la mujer más atractiva del
mundo.
—Me he cambiado de nombre,
ahora me llamo Amina, significa calmada y sincera en árabe.
Antes de que él dijera
nada, le propuso quedarse en su casa hasta que encontrase un trabajo, "yo
te ayudaré". Después, mientras se dejaba llevar en la bañera de
hidromasaje, sus pensamientos le llevaron a creer que otro mundo era posible.
Cenaron en el banco
barnizado del jardín. Amina sacó una mesa portátil y puso encima una serie de
platitos con diferentes exquisiteces que regaron con un vino tinto Gran
Reserva. Emilio se fue imbuyendo poco a poco en un arrobamiento sin retorno.
Las sonrisas pasaron a ser carcajadas. Tras la cena hubo un silencio de miradas
vidriosas y ojos luminosos. Se encontró con sensaciones nunca antes
experimentadas. Pensó en esas añoranzas que a veces se adueñaban de él. "Añoranzas
de lo nunca conocido" creyó decirle a Amina. Esta sonrió, le cogió de la
mano y le llevó al dormitorio.
La inmensa cama de
matrimonio estaba adornada con un dosel de gasa que le daba a la situación un
aire de romanticismo que contrastaba con la practicidad y simpleza de noches
añejas. La miró con cierta languidez y extraña melancolía y la beso con una
intensidad inédita. Una especie de cosquilleo eléctrico recorrió su cuerpo.
Entonces, con una calma nerviosa, se dirigieron a la cama.
Después, Emilio se quedó
en una apacible duermevela.
Imágenes de su infancia le vinieron a la
cabeza. Un columpio que su padre le había hecho con dos cadenas y una vieja
madera. Unos susurros tranquilizadores de su madre en las noches de miedo,
cuando era incapaz de conciliar el sueño. Una niña con pequitas que no hacía
más que seguirle. Ese amigo fuerte y leal que prometió defenderle en una pelea
desmedida. Las largas caminatas con su abuelo Rogelio, que le había enseñado
todos y cada uno de los nombres de los árboles de la zona. El churrero, que
siempre les daba un churro de menos y les cobraba una peseta de más. El viento
y las olas. El pie sobre la roca. El salto temerario. Los tebeos y los cromos.
Riñas y reconciliaciones. Cortes de pelo ridículos. El mar otra vez. Soñar,
soñar...
Abrió un ojo. Seguía en aquel
callejón sombrío, pero ya no estaba solo. Caras desconocidas le rodeaban y le
observaban. La sangre había formado un charco al lado de su cabeza. No sentía
su cuerpo. Solo veía cabezas borrosas y escuchaba voces distorsionadas. Le pareció
oír a alguien que murmuraba "¿está muerto?" Quiso decir algo pero no
pudo. Su único contacto con la realidad era un ojo y un oído. Escuchó las
sirenas de fondo. No podía ser la policía, él no había hecho nada, ya había
saldado su cuenta con la justicia. Y también con los otros. Unas personas se le
acercaron, "¿puedes oírnos? Apenas le noto el pulso... Por favor no se
acerquen demasiado, déjennos actuar". Se sentía sorprendentemente sereno,
con una inusitada tranquilidad. Débil pero en paz. Iba a cerrar su ojo, pero
antes, se fijó de nuevo en la cafetería que tenía delante: Cafeterías Amina:
cafés de todo el mundo. Entonces sí, decidió que era el momento de volver.
Se sumió en la penumbra y cuando volvió a reaparecer de nuevo, ahí estaba el
viejo columpio en el jardín de su casa. Se sentó en él y se meció estirando y
flexionando las piernas. Arriba y abajo, arriba y abajo...